Todos los pueblos, todas las ciudades, todos los lugares en los que nuestra humanidad transita están sellados por nuestras identidades. Y así como la huella del hombre modifica el espacio, los espacios marcan para siempre nuestro espíritu y nuestros cuerpos. En México vivimos compenetrados por el barroco, en Tepotzotlán por el Antiguo Convento de San Francisco Javier. Monumento histórico que alberga el Museo Nacional del Virreinato, recinto que este 19 de septiembre celebró el 60 aniversario desde su apertura.

¿Qué sería de Tepotzotlán si no fuera por su museo? Son muchos sus méritos e incontables sus historias que han tenido lugar en él. Dejando a un lado las miles de piezas que resguarda en su acervo, sus bellos atrios, sus pasillos, su mirador y su bellísima huerta; cuán importante ha sido este recinto para la vida comunitaria en nuestro pueblo. En este breve texto pretendo recatar su relevancia social, develar su faceta como nodo de encuentro; es decir, como elemento arquitectónico e institucional en torno al cual se han tejido millones de historias que ahora se dibujan en el corazón de todos quienes lo hemos visitado.

Cuan bastas deben ser las anécdotas en torno al museo: desde aquellas de quienes han trabajado en él, hasta aquellas de quienes algún día fuimos jóvenes y en una tarde de asueto llenamos de vida sus pasillos. Ya fuera para alguna tarea, para gastar la tarde con los amigos o incluso para pasear de la mano con nuestra pareja, para luego enamorarnos en sus jardines. El primer beso de algunos en el mirador, pedir un deseo en la fuente o el regocijo de muchas familias disfrutando de un paseo dominical. Nuestros hijos corriendo y rodando por el césped verde durante alguna tarde de verano.

Afortunados quienes resguardan en su memoria los vestigios de tan bello lugar. Ya vienen a mí mente en esta tarde de estío, como sueños que se plasman en cristal mojado; o bien, como añoranza envuelta en la neblina del olvido. Me miro a mí mismo corriendo hacía en enorme portón que en aquel entonces debí haberlo visto cual antesala de un enorme castillo. Viene a mi mente los vigilantes sonrientes al reconocer al nieto del “Señor Guerra”, mi abuelo quien durante más de treinta años sirvió como custodio.

Yo como pocos, conocí de la mano de mi abuelo el museo. Sus secretos y sus leyendas: desde los túneles donde se presume que los jesuitas escaparon de la persecución en la “época de los cristeros”, hasta el perro de piedra ubicado en la huerta que por las noches cobra vida para hacerla de guardia. Imposible olvidar cuando mano en pecho, mis amigos y yo prometimos entrar y explorar aquellos misteriosos túneles, esa como muchas otras promesas quedaron incumplidas, siendo sólo testigos los árboles de la huerta y grandes muros que la flanquean.

Quien lo hubiera dicho que una decisión trivial sellaría para siempre nuestro destino. Treinta años atrás vino mi abuelo a este pueblo a buscar empleo, al hallarlo en el museo sello la suerte de sus hijos y sus nietos. Una trivialidad lo cambió todo: los amores y desamores de sus hijos y nietos, los golpes del destino de vivir en este pueblo; pero sobre todo, el lugar donde transitarían a partir de entonces nuestras alegrías y tristezas. Tepotzotlán, un bello cuadro en el cual enmarcar los recuerdos y sueños.

El bullicio sigue marcando la vida de este ya no tan pequeño pueblo. Todo ha cambiado en nuestra vida y en la de todos quellos quienes se avecinan en torno al museo. Sin embargo; por fortuna hay cosas que prevalecen y es el paisaje de Tepotzotlán enmarcado por el Antiguo Convento, y la memoria de mi abuelo sentado en aquellas salas donde reinaba el silencio. Su sonrisa y su amor al sentarme en su piernas y contarme una historia más sobre el museo.

Si el museo no existiera, no existiría yo, pues todos somos ante todo recuerdos.

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